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Alfonso Monsalve Solórzano

El intento de golpe de estado contra la democracia colombiana avanza apresuradamente.  El gobierno de Petro va con toda porque saben que se les está agotando el tiempo de la impunidad y por eso quieren llegar al punto de no retorno en el que las instituciones democráticas sean  insuficientes para contener su proyecto de convertir a Colombia en un narco estado manejado por una camarilla que tiene el control de la economía, maneja y diseña instituciones a su medida, con un falso legislativo arrodillado, un sistema de justicia a su entero servicio y una dictadura oprobiosa sobre los ciudadanos.

Veamos: La invasión de tierras auspiciada por el gobierno, que con sus medidas y declaraciones crea las condiciones propicias para ellas y las protege, no para en Urabá, en el Norte del Cauca y en el Sur del Valle, entre otros lugares, como una avanzada a la previsible toma de predios privados a lo largo y ancho del país. La revolución agraria es el corazón de la vetusta teoría leninista y maoísta de la guerra revolucionaria basada en la alianza obrero campesina para tomarse el poder, formulada a principios del siglo XX para un mundo completamente diferente al nuestro, en el que los campesinos eran la mayoría de la población y la concentración de la tierra improductiva en manos de pocos terratenientes era la regla. En Colombia, esa era la doctrina que fundamentó la creación de las guerrillas colombianas y en la que se educó Petro.

Pero, Colombia, como casi todo el mundo, se transformó:  la mayoría del país vive en las ciudades y el país ha ido ganando en productividad gracias a la revolución tecnológica que ha dado a las máquinas mucho del trabajo que antes hacían los campesinos, el presidente y los grupos que se mueven alrededor de él, persisten en la idea de destruir la producción agrícola industrial -que no sea de coca y marihuana- a gran escala y de alto rendimiento. Para satisfacer a los indígenas aliados a su gobierno, que invaden y queman las fincas de la industria de la caña, lo que se genera, en el sur del país, es la pérdida de miles de empleos y, en consecuencia, bienestar a esos trabajadores y sus familias, además de convertir en yelmos improductivos tierras de la mejor calidad. Igual ocurre con las tomas violentas de tierras de Urabá, en las que los invasores destruyen cultivos de palma africana, dejando también sin empleo a centenares de trabajadores agrícolas y a su entorno familiar, a los que someten a la miseria, arruinando, de paso, la producción industrial de aceite de palma.

Soy consciente que el conflicto entre paramilitares y guerrilleros ha producido en el Urabá -y en otras regiones del país- el despojo de muchos campesinos, y, por supuesto, apoyo la restitución de sus tierras, en procesos apegados a la ley. Y también es importante poner reglas para impulsar la productividad de las tierras que no lo son o son insuficientemente explotadas. Las agremiaciones de propietarios de la actividad agropecuaria, además, han manifestado su decisión y, de hecho, han ofrecido al gobierno tierras para su adquisición, pero, el gobierno ha adquirido una pequeñísima parte. Ahora bien, la invasión es otra cosa: es ir por tierras que son de otros, quienes en su mayoría han invertido trabajo y capital para hacerlas productivas y muchos de los cuales son pequeños y medianos propietarios. Es un paso enorme en la desvertebración de la economía privada no narcotraficante, el fin de la propiedad privada en el campo.

El furor invasor que patrocina el presidente oculta, de forma deliberada, que el actual conflicto por la tierra se libra en Colombia entre los grupos armados narcotraficantes, que luchan por controlar los pequeños, medianos y grandes cultivos de coca; es una lucha a gran escala por el dominio de territorios cocaleros y las rutas del narcotráfico, en los que el Estado se ha comprometido a no tocar a esas organizaciones a cambio de su supuesta participación en la llamada “paz total”.

Por otra parte, las marchas citadas la semana pasada son una demostración de que Petro y sus adláteres no tienen límite a la hora de usar los recursos del estado para amedrentar a la gente y a las instituciones para conseguir sus propósitos. Son la sustitución de la marcha libre de la ciudadanía por una montonera de individuos traídos a  la fuerza, como les ocurrió a muchos empleados públicos o contratistas del Estado;  o movilizados en autobuses  por millares, como los indígenas provenientes de los cabildos del Cauca, muchos de ellos obligados por dirigentes cuyas tres únicas actividades conocidas son mantener sus clientelas a punta de dádivas y marchar en chivas para amedrentar a los opositores o apoyar a Petro,  y obtener contratos cientos de veces millonarios del gobierno para mantenerse -él y ellos en el poder-; o pertenecientes a élites sindicales de entidades públicas que gozan de todos los privilegios típicos de una oligarquía “trabajadora”, aliados incondicionales y beneficiarios directos de la políticas del gobierno.

La marcha libre no obedece a presiones o dádivas indebidas; no se compra, no se obliga por miedo, no se pervierte: es la expresión voluntaria de un grupo de personas que se reúnen por una razón que les incumbe a todos ellos. Fuera de Bogotá, las marchas convocadas por Petro fueron un fracaso. Y Sin esas presiones, dádivas o amenazas y miles de asistentes provenientes de otros lugares, la Plaza de Bolívar de Bogotá, no hubiese tenido ni la tercera parte de la asistencia que tuvo la auto convocatoria de apoyo a Petro. Fue una farsa, un falso positivo.

Pero ese falso positivo tuvo una doble finalidad, además de intentar dar la sensación de un apoyo político inexistente, sirvió, en el caso de la llamada minga de los indígenas del Cauca, para amedrentar a la Revista Semana, a cuya sede entraron decenas de individuos a “protestar” por las informaciones que la publicación ha entregado a los colombianos sobre los escándalos del presidente Petro y su entorno, que han puesto en duda la legitimidad de su elección y ha desnudado las falencias y los despropósitos de las reformas que aquel ha propuesto.

Semejante ataque a la libertad de prensa es propio de las dictaduras: así comenzaron Cuba y Venezuela. La libertad de prensa permite la formación de una opinión ilustrada que permite a los ciudadanos tomar decisiones informadas al contrastar los distintos puntos de vista sobre los hechos políticos y sociales. Es lo contrario a los regímenes totalitarios cuyos dirigentes imponen su punto de vista y sus políticas a su pueblo, que no tiene la posibilidad de confrontarlo y que, si lo hace, sufre persecución, el exilio y hasta la muerte. Ese es el objetivo de Petro, a quien lo único que le preocupó en su aparente rechazo a la toma era que la libertad de expresión era para todos, incluido el presidente, como si a él se le negasen esos espacios- los tiene todos. Lo que pasa es que lo que él quiere es que las únicas opiniones que se divulguen sean las suyas (para propagar el virus de su sabiduría por las estrellas del universo). Y ¿qué tal la ministra de trabajo, Ramírez, que justificó la acción porque hay “periodistas incendiarios” pues no dicen lo que su jefe y ella quieren?

Hay interpretaciones según las cuales, lo de la “excursión de la milicia indígena petrista fue para desviar la atención sobre las gravísimas denuncias que sabían que Semana publicaría ayer sábado, en las que Nicolás Petro afirmó en un video, en el que se le ve tranquilo, que su papá sabía de los dineros irregulares, algunos de ellos sucios, que ingresaron la su campaña, e implicó a la esposa del presidente, Verónica Alcocer y a Laura Sarabia, entre otros. Recordemos que Nicolás Petro ha intentado echarse para atrás, luego de la extraña visita que recibió de su padre en Barranquilla, pero esa grabación es contundente. Si lo señalado en el video logra probarse judicialmente, es el fin del gobierno de Petro, que enfrentaría un juicio político en el Congreso y un proceso judicial en la Corte Suprema de Justicia, porque es la cereza del pastel de tantos escándalos y acusaciones de corrupción que ha venido acumulando durante los últimos meses.

Es por eso que digo que, para mantenerse en el poder no le queda más que acelerar su escalada contra nuestro estado de derecho, de manera que las institucione democráticas actuales no puedan juzgarlo. Hay que ganar las elecciones, pero también preservar y proteger una rama judicial independiente que garantice pronta justicia y presionar al congreso para que cumpla su papel. Y, por supuesto, cuidar a los medios de comunicación del ataque nazi que se acrecentó ayer sábado: el presidente estuvo desatado contra ellos.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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