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Eduardo Mackenzie*  

Pedro Antonio Marín, alias Tirofijo, alias Manuel Marulanda Vélez, uno de los fundadores y jefes de la guerrilla comunista Farc, murió de un infarto el 26 de marzo de 2008, según declaración de Timoleón Jiménez, alias Timochenko, otro jefe, en ese momento, de dicha organización. Por su actualidad, transcribimos aquí un perfil político de Pedro Antonio Marín que hace parte del libro de Eduardo Mackenzie “Les Farc, ou l’échec d’un communisme de combat” (Éditions Publibook, Paris, 2005).

(…) La técnica de hacerse el muerto durante largos períodos forma parte del instrumental de Tirofijo para organizar su seguridad personal. En otras ocasiones, sus hombres difundieron el rumor de que él había muerto, antes de reaparecer cuando ello le convenía. ¿Esta vez murió realmente? Difícil decirlo. En cualquier caso, si reaparece después de una ausencia de cinco años, eso cambiará bien poco la situación de las FARC, ya que su liderazgo ha sufrido el uso del tiempo. Su sistema mostró sus fallas y sus límites, sobre todo desde la llegada a la Presidencia de la República de Álvaro Uribe, quien se niega a reconocerle el estatuto (decente pero inmerecido) de rebelde o de “guerrillero político”, del cual Tirofijo disfrutó durante años para beneficio de su banda.

Gracias a ese estatuto abusivo pudo obligar a las autoridades a “negociar” con él, lo que quiere decir a mordisquear parcelas de la autoridad del Estado y no sólo a nivel regional. Hasta el punto de que las FARC vendieron la idea a una parte de la clase política de que ante la llegada de un nuevo gobierno éste debía necesariamente sentarse a discutir y negociar con Tirofijo y sus hombres. Y negociar no sólo una posible paz, sino el perfil mismo de la democracia colombiana, aberración en la cual los antecesores del presidente Uribe cayeron sin pena ni gloria. Y a pesar de todos esos “diálogos” y “negociaciones” repetidos, Marín nunca llegó a aparecer como un auténtico líder político que combatía realmente para impulsar un programa de reformas o para el bien de su país, como pudo hacerlo, por ejemplo, un Nelson Mandela, en los últimos años del apartheid.

En ello radica la mayor debilidad de Pedro Antonio Marín:  él sigue siendo un hombre del pasado, un jefe de guerra muy astuto y obstinado, ciertamente, pero un jefe sin otro horizonte que los dogmas estalinistas de los años cincuenta. Marín, además, no sabe nada de su país. Su visión es la de un hombre que ha vivido sus últimos 50 años en la ilegalidad, replegado en la guerrilla, habitando cavernas y construcciones rudimentarias en medio de la selva. Pertenece al tiempo pasado de los jefes campesinos, audaces, iletrados y listos. En vez de comportarse como un jefe revolucionario actuó siempre como un jefe de banda, brutal e hipócrita, desconfiado, alejado de las realidades del mundo e incapaz de analizar correctamente los problemas de que la realidad le proponía. Tirofijo no vio nada de lo que venía.

Durante todos esos años de lucha, los 20.000 hombres y mujeres en armas bajo sus órdenes no hicieron más que sembrar la muerte, el dolor y el odio en Colombia, pues los guerrilleros de las FARC se comportan como si estuvieran en país conquistado, secuestrando y asesinando no sólo a políticos, religiosos, diputados, comerciantes, industriales alcaldes y periodistas, sino también a niños y mujeres de familias modestas. Ellos atacan cuarteles aislados de la Policía y toman por asalto con la misma barbarie las casas e iglesias donde los civiles desarmados se refugian. Violan las mujeres, maltratan a jóvenes reclutas, humillan a campesinos, indígenas, policías y soldados, expulsan a los habitantes, cobran impuestos ilegales e insultan la bandera colombiana convirtiéndola en brazalete para engañar al pueblo.

Tirofijo nunca intentó disciplinar a sus hombres, ni aplicar sanciones contra los asesinos de rehenes y de presos heridos. Nunca quiso frenar la deriva hacia el tráfico de drogas. Sus cómplices erigen retenes en las carreteras, toman edificios por asalto, practican la extorsión, protegen a terroristas extranjeros y a criminales condenados por la justicia, requisan vehículos, roban a los ganaderos para abastecer mercados paralelos, trafican con gasolina robada a empresas nacionales, sacan dividendos de tráficos clandestinos, de salas de fiestas, de bares y burdeles. Sus hombres no son más que bribones y gánsteres. A pesar de tantos años de adoctrinamiento constante, Marín olvidó la norma de oro de la guerrilla:  tener el apoyo de la población.

Tirofijo era (o es) un mitómano que mintió durante 40 años sin el menor escrúpulo. Ciertamente, no fue él quien inició el terrorismo en Colombia: son sus superiores del PCC a quienes se deben las graves decisiones. Sin embargo, Marín fue un ejecutor de las órdenes venidas de Moscú. Cuando estaba en condición de imponer sus decisiones a los aparatchiks del PCC no lo hizo. Fue quien cerró la puerta abierta por el presidente Andrés Pastrana con la zona desmilitarizada, la mayor concesión que el gobierno colombiano haya hecho jamás a la guerrilla (y que nadie más ha concedido a guerrilla alguna en Occidente). 

¿Qué hizo Tirofijo de eso? Se burló de los acuerdos firmados en Los Pozos y en San Vicente del Caguán, pues tenía una visión de pequeño bandido y no de jefe revolucionario. Marín hizo eso sin causar el menor conflicto entre los cuadros de la dirección de las FARC, ya que él reinaba (o reina) como amo absoluto gracias al miedo. El resultado salta a la vista: las FARC personifican el poder de un solo hombre; nunca tuvieron una dirección colectiva, contrariamente a lo que sus agitadores aseguran.

En el semi repliegue en que se encuentran actualmente, a causa de la política del presidente Uribe, de la acción de las Fuerzas Armadas y de la actitud de la población en general.  ¿La dirección modificada de las FARC hará el mismo viaje epistemológico hacia el fundamentalismo islamista, como ocurre con otras organizaciones extranjeras, como las Nuevas Brigadas Rojas italianas y el Ejército Rojo japonés, que saludaron sin equívocos la acción de los talibanes y de Al Qaeda?  ¿Es eso lo que están preparando en los dispensarios secretos del “movimiento bolivariano”, en nombre de su odio salvaje contra los Estados Unidos y contra la democracia occidental?

El episodio ya mencionado de la célula de las FARC donde jóvenes reclutas estudiaban el Corán permite pensar que el riesgo de una desviación islamista no es imposible. Luego de haber estado al servicio del totalitarismo soviético, las FARC podrían ponerse al servicio de un tercer totalitarismo: el islamismo. Ello los acercaría a una cierta extrema derecha, la cual desde hace años está virando de una posición atlantista y anticomunista a un antiamericanismo tenaz, a un anti sionismo y antisemitismo primarios y a un apoyo al islamismo revolucionario. ¿Terminarán las FARC formando parte de la convergencia, neo totalitaria global roja-parda-verde como ya lo son los neocomunistas rusos de Guennadi Ziouganov? La evolución ideológica de las FARC debería ser seguida y analizada por el Estado y por la sociedad colombiana con tanto rigor como su evolución militar.

*Tomado del libro de Eduardo Mackenzie Las Farc fracaso de un terrorismo (Editorial Random House-Mondadori, Bogotá, 2007, páginas 554/557). Segunda edición: Colección Historia Siglo XX, Universidad Sergio Arboleda, febrero de 2023, Bogotá, 575 páginas).

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(2)

El mítico viaje de Agamenón

Eduardo Mackenzie

El tema que monopoliza, o casi, la atención de la opinión pública en estos días es el de la Constituyente que el presidente Gustavo Petro pretende instalar. Sin embargo, esa no es, en mi opinión, la cuestión que está, de hecho, sobre la mesa. Pues hay un tema de mayor jerarquía que explica el tono cada vez más desesperado y desinformador que emplea Gustavo Petro contra sus conciudadanos.

En una semana, Petro vendió su idea de la Constituyente en arengas en cuatro departamentos y ocho municipios (Tolú, Montería, San Antonio del Palmito, La Mojana, Tierralta, San Onofre, Apartadó y Ayapel). Fueron arengas disparatadas e incendiarias, no discursos de un presidente de Colombia. Petro eructó exageraciones y mentiras sin freno alguno.

El presidente regañó al Ejército en Tierralta y le ordenó “desbloquear la vía” porque, según él, el Clan del Golfo estaba saboteando su mitin. Falso. Jesús David Contreras, el joven alcalde, le exigió respeto: “No somos paramilitares”, “es el pueblo que protesta por la falta de vías”.  Es evidente que Petro no tiene el menor respeto por las personas que salen a oírlo.

En Tierralta gritó: “la oligarquía nos está cercando”, “quieren acabar las funciones constitucionales del presidente”, “Nos quieren arrinconar”, “No quieren que nos constituyamos como pueblo”. Y terminó así: “Vamos a mover a millones de personas”.

Diseñada para insinuar que una Constituyente solucionará todas sus dificultades del mandatario, en esa gira hubo de todo. En San Onofre, Petro se refirió a las consecuencias del cambio climático y confundió Agamenón, el general de la Ilíada que sitió a Troya, con Armagedón, el lugar bíblico del combate entre el bien y el mal al fin del mundo.

Días antes, en un barrio de Cali, donde se reunió con la “minga” indígena, Petro lanzó: “Colombia tiene que ir a una Asamblea Nacional Constituyente” y remató con un estribillo de sabor mussoliniano: “Este presidente llegará hasta donde ustedes digan”.  Sin embargo, el tema de la Constituyente y el del “poder constituyente campesino” --nueva fórmula aún más disolvente empleada en la propaganda del gobierno--, es un elemento de distracción, de clara desviación del debate público.

El verdadero tema es que en Colombia existe ya, en estos momentos y desde hace 20 meses, una guerra civil híbrida, de carácter especial. Es una guerra brutal contra Colombia y los colombianos en la que el poder está usando todo tipo de armas. Los anuncios de Petro sobre reunir una asamblea Constituyente si no le aprueban sus pretendidas “reformas” son el capítulo psicológico de esa guerra híbrida que vive Colombia.

Petro, en realidad, no pretende reunir una asamblea constituyente, la cual debe, en todo sistema democrático, integrar todas las vertientes políticas y de opinión. Petro, en cambio, quiere montar un tinglado excluyente, una reunión o una especie de soviet con las facciones políticas que le quedan, pues las otras se alejan más y más del jefe de Estado. Tendremos un remedo de soviet como substituto del Congreso actual.

Los signos más graves y visibles de esa guerra híbrida son:

1. La desmovilización oficial de las Fuerzas Armadas y de Policía, con la excusa de que hay en curso una “negociación de paz” con las bandas narco-comunistas. 2. El inquietante aumento del protagonismo de las organizaciones criminales en muchos departamentos y municipios, donde el gobierno trata de imponerlos como una especie de nueva fuerza pública. El ELN y las facciones de las Farc y el Clan del Golfo, tienen, según datos de la prensa, 16.770 miembros armados desde el año pasado, lo que marca un aumento del 11%, en comparación con 2022. Esa escalada de la actividad de los grupos armados designa no tanto un fracaso del plan de “paz total” de Petro sino una política deliberada de volcar en manos ilegales /en/el/ papel de la fuerza pública y de la seguridad de la población.

3. El despilfarro demencial del presupuesto nacional en gastos y privilegios para la burocracia petrista. 4. El sabotaje estructural, deliberado, de la macroeconomía del país.  5. El intento grotesco y fallido hasta hoy de subordinar la justicia y el poder legislativo al poder ejecutivo petrista.  6. El desmantelamiento del sistema de salud y de pensiones de jubilación colombiano.  7. Alejar diplomáticamente a Colombia de Estados Unidos, Israel, Argentina y debilitar nuestras alianzas internacionales. 8. Imponer, finalmente, un nuevo sistema electoral basado en los artefactos Smartmatic de recepción de votos y entrega de resultados de los escrutinios nacionales sin control técnico estricto. Ese sistema ha sido denunciado por estar involucrado en fraudes electorales en Venezuela y otros países.

Si no ubicamos la Constituyente de Petro en ese marco no entenderemos nada, y seguiremos discutiendo y, sobre todo, actuando de manera ineficaz. Es decir, haciendo fatalismo, derrotismo y resignándonos ante un fantasma que nos parece muy sólido e invencible. Cuando, en realidad, deberíamos ver los reveses, desgastes y grietas enormes del régimen petrista y los avances tan positivos del país en su lucha contra la política destructiva del jefe de Estado.

¿Estamos en Colombia ante la necesidad imperiosa de cambiar de Constitución, es decir de sistema jurídico-político? No. No hay señales de eso. Quien plantea esa demolición es un solo individuo. Las mayorías quieren preservar el Estado de derecho (que tiene defectos y es perfectible, claro), y mejorarlo. Pero ese avance no será el resultado de las visiones de Petro.

Nadie quiere el caos y la miseria socialista, aunque Petro encubra eso con imaginarios ríos de leche y miel para todos, como prometió en estos días en sus correrías. Nadie quiere un régimen de partido único militarizado, sin libertades, sin elecciones, sin derecho, sin iniciativa privada, plagado de corrupción y sangre y con una justicia revolucionaria execrable.

La Constituyente de Petro tumbaría el Congreso y sería el resultado de componendas con el ELN y las otras estructuras subversivas que siguen ensangrentando el país: las Farc, los carteles de las drogas, los paramilitares, las milicias de las “primeras líneas” etc.

Esa horrible perspectiva, por fortuna, es rechazada. Las instituciones de control –las cuales no son los edificios sino los funcionarios que están al frente de ellas, como la Fiscalía General, la Procuraduría, el Senado y la Cámara de Representantes, no han dado su brazo a torcer. Ellas y la sociedad civil y una buena parte del paisaje audiovisual nacional y local están resistiendo y mejorando sus dispositivos de resistencias contra la agenda destructiva. Las manifestaciones de protesta pacífica muestran que las mayorías del país no están dormidas. Y que Petro está debilitado.

La fracción que ha subido al poder no tiene cuadros políticos para manejar el aparato de Estado, y ha entrado en conflicto con las facciones que ayudaron y que ahora están o espantadas o frías por el talante difícil del presidente, por su incapacidad administrativa, por los índices tan elevados de corrupción de su equipo, por la inseguridad, violencia y coerción que se expande en las ciudades y campos de Colombia.

Distraernos durante meses, hasta la próxima elección presidencial parece el objetivo del petrismo. La hora del pueblo es, en cambio, la de intensificar el combate político contra la propaganda del régimen, mejorar los canales de difusión de las tesis e informaciones de la oposición, y, sobre todo, abrir y sostener el proceso de destitución del jefe de Estado y no solo de pérdida de la investidura por la violación de los topes máximos de financiación de la campaña electoral en 2021-2022, que prescribe el artículo 109 de la Constitución vigente, sino por otros graves delitos, como su intento de desmantelar la seguridad nacional, arruinar la diplomacia y la política exterior colombiana, querer jugar con la salud pública, ocultar el fraude electoral de 2021-2022, y sobre todo por sus esfuerzos para abolir la Constitución de 1991 e instalar de hecho nuevas reglas de juego institucionales.

¿Agamenón o Armagedón? El lapsus calami en San Onofre es interesante. ¿Quiere decir que Petro se cree un Agamenón despótico? Quiera Dios que no. Agamenón, según Homero, saqueó a Troya y estuvo a punto de sacrificar a Ifigenia, su propia hija, y le arrebató la amante a Aquiles. Sus brutales abusos desataron el odio de Clitemnestra, su esposa y ella, con su amante Egisto, terminaron asesinando al rey aqueo cuando retornó a Micenas.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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