Ahí está, reluciente y peligrosa, no como símbolo de libertad, sino como artefacto de intimidación. No señala el futuro glorioso de la patria, sino el abismo donde la democracia empieza a perder su forma. Lo que se alza no es un proyecto de nación, sino una revancha histórica deformada por el ego y alimentada por un resentimiento justificado quizás en el pasado, pero inadmisible en el presente.
Y sin embargo, el espectáculo no es de Petro. O no solo de él. Él hace lo que sabe hacer: provocar, polarizar, incendiar. Lo hizo desde los márgenes, y ahora desde la cúspide. La diferencia no está en el personaje, sino en el escenario: hoy el telón se lo sostiene el Senado, los aplausos se los da la Corte y las luces se las encienden los que ayer juraban defender la institucionalidad. El Congreso que hoy finge escándalo es el mismo que durante dos años negoció cada línea de las reformas. La Corte que se ruboriza ante los excesos es la misma que legitimó decretos ambiguos y se sumió en un letargo cómplice mientras las reglas se desfiguraban. Y la oposición que grita “dictadura” es la misma que en la hora decisiva eligió la comodidad del cálculo electoral antes que la responsabilidad histórica.
Como en las tragedias de los griegos, el destino ya no depende del héroe ni del villano, sino del coro que aplaude y calla.
El poder ha dejado de ser equilibrio para volverse espectáculo. Y en ese espectáculo, el pueblo —ese del que todos hablan, pero pocos respetan— vuelve a ser víctima de la oratoria, no sujeto de la razón.
Petro levanta la espada, pero no lidera una gesta libertadora. Preside una puesta en escena donde el guion ya fue pactado entre bambalinas. Y si hoy amenaza con revocar al Congreso, no lo hace porque sea audaz, sino porque sabe que quienes lo encumbraron ya no tienen el valor de enfrentarlo. Ni argumentos. Ni ética.
Colombia no necesita héroes. Necesita instituciones con columna vertebral. No necesita espadas en alto, sino manos firmes para detener el abuso. No necesita revocatorias de fantasía, sino memoria política para entender que el verdugo no actúa solo: necesita el consentimiento pasivo de quienes debieron contenerlo.
Y es ahí, en esa cesión voluntaria del control democrático, donde se consuma la traición. La espada no es de Petro. Es del sistema que lo toleró, lo alimentó y, llegado el momento, se entregó.
Amén.” (Mayo 1)
(Cita de EVERSTRONG, @everstrongever, de mayo 1: “Petro alzando la espada de Bolívar como si liderara una gesta libertadora y no una banda delincuencial.”)
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