Para que un sistema político merezca llamarse democracia no basta con la realización de elecciones libres, periódicas, transparentes, con voto universal y con posibilidad real de alternancia en el gobierno. Para evitar el peligro descomunal de su concentración en unas únicas manos, se requiere además que el poder esté dividido y que haya un sistema de frenos y contrapesos entre las tres ramas típicas del Estado, legislativa, ejecutiva y judicial. Y se necesita también que haya estado de derecho, imperio de la ley y principio de legalidad. Para todo ello es indispensable, vital, un sistema de administración de justicia independiente, autónomo y eficaz.
Nuestro sistema de administración de justicia está aquejado por muchísimos problemas. Por un lado, es complejo y burocrático. Mientras que Estados Unidos, con 327 millones de habitantes, tiene una única corte, con 9 magistrados, Colombia, con 49 millones, tiene seis altas cortes, con 129 magistrados en propiedad y centenares de auxiliares: Constitucional (9), Suprema (23), Consejo de Estado (33), Consejo Superior de la Judicatura (6) Comisión Nacional de Disciplina Judicial (7) y el engendro de la Jurisdicción Especial para la Paz (38 más 13 suplentes). Tenemos muchas cortes y muchos magistrados. La idea de una sola corte es controversial, pero tampoco dudo de que lo que tenemos hoy es insostenible e injustificable.
El sistema, además, es costosísimo. La rama cuesta 5,648,2 billones de pesos y tiene un presupuesto de inversión de 580,8 mil millones. La Fiscalía, sin Medicina Legal, 4,872,1 billones de los cuales para inversión son 139 mil millones. La JEP vale 374,9 mil millones de pesos. El problema no es plata.
La rama es altamente ineficiente. Y, como resultado, morosa. Justicia lenta no es justicia. E invita a resolver las controversias por propia mano. Para tener una mirada comparada, un juez norteamericano es siete veces más productivo que uno colombiano. Por cierto, no es que haya pocos jueces. El promedio es similar, once jueces por cada cien mil habitantes. Para el 2020, Colombia tenía 5.874 jueces, 4.866 fiscales y 3.807 defensores. Pero para principios de ese año reposaban en los despachos de los jueces un total de 1’884.088 casos por resolver. Hay que automatizar la rama, en lo que se han malgastado decenas de millones de dólares, sistematizar los procesos y continuar la simplificación de los procedimientos. Y hay que resolver el tremendo problema de la inseguridad jurídica resultante del activismo judicial.
La corrupción está enquistada en las más altas esferas. En el infame cartel de la Toga están vinculados tres expresidentes y varios magistrados de la Suprema. El cartel de los falsos testigos es otra realidad. Y el mal ejemplo de la cabeza se extiende por tribunales y jueces. Es indispensable establecer un nuevo mecanismo para la investigación y el juzgamiento de magistrados de las altas cortes. Y hay que hacer un enorme esfuerzo para mejorar el sistema de formación y la ética de los abogados
Para rematar, la decisión de la Corte Constitucional sobre los “pilares de la Constitución”, que sus magistrados definen caprichosamente, ha significado la erosión el sistema democrático y un traslado de hecho de las competencias del legislativo al judicial. Hoy las principales decisiones políticas dentro del Estado no se toman en el Congreso sino en la Corte. Nueve jueces deciden sobre las políticas públicas más fundamentales, a puerta cerrada, sin representación popular, sin responder ante nadie y sin control político ni supervisión judicial. Es evidente la politización del sistema judicial y una feroz caída en la calidad de los magistrados que son escogidos por sus afinidades ideológicas con el gobierno de turno y no por sus cualidades como juristas. Como resultado, varios jueces han saltado de la magistratura a aventuras electorales lo que de manera inevitable siembra desconfianza sobre el verdadero fin de sus ponencias y sentencias. En su versión más dañina, la politización de la justicia ha devenido en el gobierno de los jueces del que se ufanara algún presidente de la Suprema.
La otra cara ha sido la judicialización de la política, la instrumentalización del sistema judicial para derrotar vía los tribunales a los contradictores políticos o ideológicos. Un sistema perseguidor de algunos, con flagrantes violaciones a sus derechos más fundamentales, y alcahuete hasta la complicidad con la conducta delincuencial de los políticos que les son afines. Una verdadera vergüenza.
La verdad es que desde el horror del asalto del Palacio de Justicia por el M-19 la rama nunca volvió a ser la misma. Su imagen y reputación están por los suelos. Es indispensable su reforma profunda. No se ve, sin embargo, el candidato que se atreva a proponerla.