En el gremio no era necesario decir el nombre. Si se decía “la doctora”, uno solo podía estarse refiriendo a Ángela Restrepo. Murió hace unos días a los 91 años, como quiso, al timón, y en pleno uso de sus facultades físicas y mentales.
Decidió temprano que se iba a dedicar a la ciencia. Tal vez haya sido influencia del libro Cazadores de microbios, de Paul de Kruif, lectura obligada para varias generaciones, o las visitas a la farmacia de su abuelo médico. Lo que fuera, fue definitivo. Jamás se desvió de la ruta trazada, a pesar de que no debió de ser un camino fácil para una joven mujer, en el Medellín de los años cincuenta.
Estudió en el Colegio Mayor de Antioquia tecnología de laboratorio clínico y luego, en el marco de una cooperación entre la Universidad de Antioquia y la Universidad de Tulane (en Nueva Orleans), hizo su maestría y doctorado en microbiología, becada por la Usaid (Agencia Internacional de Desarrollo de Estados Unidos).
Regresó en 1965 a la Universidad de Antioquia y algún colega indujo en ella el interés por los hongos patógenos, que fueron su tema de investigación toda la vida. La investigación científica era una actividad incipiente en el país, pocos entendían qué era, y menos aún pensaban que debía o podía hacerse acá. Seguro encontró dificultades en un medio académico masculino, pero, a juzgar por lo que yo pude ver años después, a ella no la intimidaba nadie.
Por los años 1975 y 1976, muchos estudiantes y profesores en la universidad pública generaron ataques contra la cooperación científica con Estados Unidos. La doctora y muchos de sus colegas en investigación biomédica fueron forzados a abandonar su universidad. Entonces fundaron la CIB (Corporación de Investigaciones Biológicas). Lo mismo sucedió en la Universidad del Valle con el Cideim. Las dos instituciones han hecho aportes fundamentales al conocimiento y control de nuestras patologías.
La doctora fue autoridad mundial en el estudio de enfermedades por hongos. Se dedicó a un género, el Paracoccidiodes, en el que una de las especies lleva el apellido restrepiensis. Diseñó instrumentos para diagnosticarlo, hizo estudios clínicos para evaluar tratamientos y describió todas sus particularidades. En verdad, casi todas; aún no se sabe dónde se esconde (quién sabe si ella, tan discreta y con el respeto que desarrolló por él, no insistió en indagar su domicilio).
Su vocación de investigadora la complementó con la de maestra. Tuvo decenas de discípulos, algunos la acompañaron en Medellín y en la CIB (de la que también salió un poco a empujones) y continúan su labor. En la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo de 1993 construyó un sistema para buscar niños con talento y promover en ellos vocaciones científicas. Esa fue otra de sus obsesiones.
Una de sus características notables fue la resistencia a recibir honores (que de todas formas le llegaron por decenas, pero siempre en contra de su voluntad). No le gustaban las clasificaciones de grupos y personas. En una de esas, rutinaria en Colciencias, cuando ya estaba retirada y por supuesto publicaba menos, el algoritmo computacional la ‘degradó’ de investigadora sénior a júnior, y eso le pareció muy divertido. A Colciencias le tocó inventarse la categoría de investigadora emérita para no hacer el oso.
Jamás la vimos anunciar en la prensa un gran descubrimiento suyo u ostentar un logro; nunca cedió a las insistencias de entrevistadores que querían arrancarle una declaración orgullosa. No era por falsa modestia, sino por la convicción profunda de que la ciencia se construye con aportes discretos, la mayoría pequeños, que confluyen a un gran mar de conocimiento. La lección que quiso enseñarnos es que lo importante se construye entre todos.
¿Qué tal aplicar eso en política?
https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 10 de febrero de 2022.